Soy adventista del Séptimo día y Creo en la Deidad tal como la revela la Biblia y El Espíritu de Profecía:

Hay tres personas vivientes en el trío celestial...el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, las tres grandes Personalidades, dignatarios del cielo.

Hijos e Hijas de Dios, Página 353

La gracia del Señor Jesucristo, y el amor de Dios, y la participación del Espíritu Santo sea con vosotros todos. Amén

2 Corintios 13:14

miércoles, 8 de febrero de 2012

Fue Cristo realmente un hombre como nosotros?

Es primordial reconocer que el tema de los dos primeros capítulos de Hebreos es la persona de Cristo, específicamente en lo relativo a su naturaleza y sustancia. En Filipenses 2:5-8 vemos a Cristo en relación con Dios y con el hombre, haciendo mención particular de su naturaleza y forma. "Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: el cual, siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual a Dios: Sin embargo, se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la condición como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz".

Cuando Jesús se anonadó a sí mismo, se hizo hombre: y Dios se reveló en el Hombre. Cuando Jesús se anonadó a sí mismo, por un lado se reveló el hombre, y por otro lado, se reveló Dios. Así, en él, ambos -Dios y el hombre- se encontraron en paz, y fueron uno: "porque él es nuestra paz, que de ambos [Dios y el hombre] hizo uno,... dirimiendo en su carne las enemistades,... para edificar en sí mismo los dos [Dios y el hombre] en un nuevo hombre, haciendo la paz" (Efe. 2:14 y 15).

El que fue en forma de Dios tomó la forma de hombre.

El que era igual a Dios se hizo igual al hombre.

El que era Creador y Señor se hizo criatura y siervo.

El que era en semejanza de Dios se hizo en semejanza de hombre.

El que era Dios y Espíritu, se hizo hombre y carne (Juan 1:1 y 14).

No es sólo cierto en cuanto a la forma; lo es también en cuanto a la sustancia, ya que Cristo era como Dios en el sentido de ser de su misma naturaleza y sustancia. Fue hecho como los hombres, en el sentido de serlo en la misma sustancia y naturaleza.

Cristo era Dios. Se hizo hombre. Y cuando se hizo hombre, fue tan realmente hombre como era realmente Dios.

Se hizo hombre a fin de poder redimir al hombre.

Vino al hombre allí donde éste está, para traer al hombre allí donde él estaba y está.

Con el fin de redimir al hombre de lo que éste es, fue hecho lo que es el hombre:

El hombre es carne (Gén. 6:3; Juan 3:6). "Y aquel Verbo fue hecho carne" (Juan 1:14; Heb. 2:14).

El hombre está bajo la ley (Rom. 3:19). Cristo fue "hecho súbdito a la ley" (Gál. 4:4).

El hombre está bajo la maldición (Gál. 3:10; Zac. 5:1-4). Cristo fue "hecho por nosotros maldición" (Gál. 3:13).

El hombre está vendido a sujeción de pecado (Rom. 7:14), y está cargado de maldad (Isa. 1:4). Y "Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros" (Isa. 53:6).

El hombre es un "cuerpo del pecado" (Rom. 6:6). Y Dios lo "hizo pecado por nosotros" (2 Cor. 5:21).

Así, literalmente, "debía ser en todo semejante a los hermanos".

Sin embargo no se debe olvidar jamás, debe quedar fijado en la mente y el corazón por siempre, que nada de lo relativo a la humanidad, carne, pecado y maldición que fue hecho, partía de sí mismo, ni tuvo su origen en ninguna naturaleza o falta propias. Todo lo citado "fue hecho". "Tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres".

En todo ello Cristo fue "hecho" lo que anteriormente no era, a fin de que el hombre pudiera ser, ahora y por siempre, aquello que no es.

Cristo era el Hijo de Dios. Se hizo el Hijo del hombre para que los hijos de los hombres pudiesen convertirse en hijos de Dios (Gál. 4:4; 1 Juan 3:1).

Cristo era Espíritu (1 Cor. 15:45). Se hizo carne con el objeto de que el hombre, que es carne, pueda ser hecho espíritu (Juan 3:6; Rom. 8:8-10).

Cristo, cuya naturaleza era divina, se hizo participante de la naturaleza humana para que nosotros, que tenemos naturaleza humana, seamos "hechos participantes de la naturaleza divina" (2 Ped. 1:4).

Cristo, quien no conoció pecado, fue hecho pecado, la pecaminosidad misma del hombre, para que nosotros, que no conocimos la justicia, pudiéramos ser hechos justicia, la justicia misma de Dios.

Del mismo modo que la justicia de Dios, la cual en Cristo es hecho el hombre, es justicia real, así el pecado del hombre, que Cristo fue hecho en la carne, era pecado real.

Tan ciertamente como nuestros pecados, cuando están sobre nosotros, nos resultan pecados reales, cuando esos pecados fueron cargados sobre él, resultaron para él pecados reales.

Tan ciertamente como la culpa va ligada a esos pecados, y a nosotros a causa de esos pecados cuando están sobre nosotros, así también esa culpa estuvo ligada a esos mismos pecados nuestros -y a él a causa de los mismos- cuando le fueron cargados sobre sí.

Así, la culpa, la condenación, la desolación causada por el conocimiento del pecado, fueron su parte, fueron un hecho en su experiencia consciente, tan real como lo sean en la vida de cualquier pecador que jamás haya existido en la tierra. Y esta sobrecogedora verdad trae a toda alma pecadora la constatación gloriosa de que "la justicia de Dios" y el descanso, la paz, el gozo de esa justicia, son un hecho en la experiencia consciente del creyente en Jesús en este mundo, de una forma tan real como lo sean en la vida de todo ser santo que jamás habitase el cielo.

Aquel que conocía la amplitud de la justicia de Dios, adquirió también el conocimiento de la profundidad de los pecados de la humanidad. Conoce el horror de la profundidad de los pecados de los hombres, tanto como la gloria de las alturas de la justicia de Dios. Y por ese, "su conocimiento, justificará mi siervo justo a muchos" (Isa. 53:11). Por ese conocimiento que él tiene, es poderoso para librar a todo pecador desde la mayor bajeza del pecado, y elevarlo hasta la mayor altura de justicia, la propia justicia de Dios.

Hecho "en todo" como nosotros, fue en todo punto como lo somos nosotros. Tan plenamente fue eso cierto, que pudo decir aquello que también nosotros debemos reconocer: "No puedo yo de mí mismo hacer nada" (Juan 5:30).

Fue totalmente cierto que en las debilidades y enfermedad de la carne -la nuestra, que él tomó- era como el hombre sin Dios y sin Cristo, ya que es solamente sin él como el hombre no puede hacer nada. Con él, y a través de él, está escrito: "todo lo puedo". Pero de los que están sin él, leemos: "sin mí nada podéis hacer" (Juan 15:5).

Por lo tanto, cuando dijo de sí mismo: "no puedo yo de mí mismo hacer nada", eso asegura de una vez por todas que en la carne -dado que él tomo todas nuestras enfermedades a causa de nuestra pecaminosidad hereditaria y efectiva que le fue cargada e impartida-, en esa carne él fue por sí mismo exactamente como el hombre que en la enfermedad de la carne está cargado de pecados, efectivos y hereditarios, y está sin Dios. Y en esa debilidad, con la carga de los pecados, y desvalido como estamos nosotros, en la fe divina exclamó: "Yo confiaré en él" (Heb. 2:13).

Jesús "vino a buscar y a salvar lo que se había perdido". Y para ello, vino a los perdidos allí donde estamos. Se contó entre los perdidos. "Fue contado con los perversos". Fue "hecho pecado". Y desde la posición de la debilidad y enfermedad del perdido, confió en Dios, en que lo libraría y salvaría. Cargado con los pecados del mundo, y tentado en todo como nosotros, esperó y confió en que Dios lo salvaría de todos esos pecados, y que lo guardaría sin caída (Sal. 69:1-21; 71:1-20; 22:1-22; 31:1-5).

Esa es la fe de Jesús. Ese es el punto en el que la fe de Jesús alcanza al hombre perdido y pecador para auxiliarlo. Porque se demuestra plenamente que no hay un hombre en todo el mundo, para quien no haya esperanza en Dios: nadie hay tan perdido que no pueda ser salvo confiando en Dios, en esa fe de Jesús. Y esa fe de Jesús por la que -en el lugar del perdido- esperó y confió en Dios para salvarlo del pecado y para guardarle de pecar, esa victoria de Jesús es la que ha traído la fe divina a todo hombre en el mundo; por ella todo hombre puede esperar en Dios y confiar en él, y puede hallar el poder de Dios para librarle del pecado y guardarlo de pecar. La fe que él ejerció, y por la que obtuvo la victoria sobre el mundo, la carne y el diablo; esa fe, es el don gratuito a todo hombre perdido. Y así, "esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe". Es de esa fe, de la que Jesús es autor y consumador.

Esa es la fe de Jesús, que se da al hombre. Es la fe de Jesús que el hombre debe recibir para ser salvo. La fe de Jesús que ahora, en el tiempo de la proclamación del mensaje del tercer ángel, debe ser recibida y guardada por aquellos que serán librados de la adoración a "la bestia y su imagen", y capacitados para guardar los mandamientos de Dios. Esa es la fe de Jesús a la que aluden las palabras finales del mensaje del tercer ángel: "aquí están los que guardan los mandamientos de Dios, y la fe de Jesús".

Y la suma acerca de lo dicho es: "Tenemos tal pontífice". Lo contenido en los capítulos primero y segundo de Hebreos es el fundamento preliminar y básico de su sumo sacerdocio. "Por lo cual, debía ser en todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo. Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Heb. 2:17 y 18).

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